La crítica de la época, como atestigua el estudioso Ignacio de Cossío, lo consideró como el nacimiento del toreo moderno. Fue la celebre faena de Manuel Jiménez "Chicuelo" a un "graciliano" de nombre "Corchaíto", lidiado en la plaza de Madrid en mayo de 1928. Se trataba de "un toreo basado en la ligazón, en la vertebración entre un pase y otro para que la faena de muleta tomara cuerpo, de tal manera que ya no consistía en preparar el toro para la estocada, sino en crear arte, belleza, encadenando cada muletazo en una secuencia infinita y constante".
24 de mayo de 1928, Madrid. Chicuelo confirma la alternativa a Vicente Barrera, en presencia de Cagancho. Graciliano Pérez Tabernero había puesto por nombre a su toro el de “Corchaito” y según la crítica de la época su lidia supuso el nacimiento del toreo moderno: “un toreo basado en la ligazón, en la vertebración entre un pase y otro para que la faena de muleta tomara cuerpo, de tal manera que ya no consistía en preparar el toro para la estocada, sino en crear arte, belleza, encadenando cada muletazo en una secuencia infinita y constante”, según describe el estudiosos Ignacio de Cossío.
De aquella faena nos queda, entre otros, el testimonio de un histórico de la critica taurina: Federico M. Alcázar, que en “El Imparcial” escribió: “Chicuelo realiza con el toro “Corchaito” la faena más grande del toreo”.
“¿Cómo toreó Chicuelo? Como nunca se ha toreado, como jamás se toreará. Comienza con cuatro naturales estupendos, ligados con uno de pecho soberbio. La ovación vuelve a reproducirse y los olés atruenan el espacio. Vuelve a ligar --siempre con la izquierda-- otros tres naturales soberanos. La plaza es un clamor y el público, enardecido, loco, jalea la inmensa faena.
Pero lo grandioso, lo indescriptible, lo que arrebata al público hasta el delirio, es cuando el torero, ¡el torero!, ejecuta cuatro veces el pase en redondo girando sobre los talones en un palmo de terreno. Es algo portentoso, de maravilla, y de sueño. Suave, lento, el toro va embebido, prendido, sugestionado, describiendo dos círculos en torno al artista, que permanece inmóvil en el centro. Ahora el público no aplaude: grita, gesticula, se abrazan unos espectadores con otros, y de pronto, como si el mismo entusiasmo hubiera prendido en todas las manos, la plaza se cubre de blancos pañuelos, como una inmensa bandada de blanca palomas, que agitan las alas pidiendo la oreja para el sublime artista, que liga otros dos naturales inmensos, dos ayudados magnos, un afarolado maravilloso, altos y cambiados sublimes. Cada muletazo es un alarido.
Señala un pinchazo y continúa su grandiosa, portentosa faena, creciéndose, con otros cuatro naturales de asombro y dos de pecho soberbios. Otro pinchazo y otros dos naturales enormes. La plaza parece un volcán que tuviera fuego en sus entrañas. El entusiasmo del público llega al límite del paroxismo. Vuelve a entrar a matar y coloca una media estocada superior. Se hace en la plaza un silencio augusto. El toro por un momento se mantiene en equilibrio, y rueda a los pies del maravilloso, del excelso artista…los catorce mil pañuelos flamean pidiendo las dos orejas para premiar la gloriosa hazaña…
Le conceden las dos orejas y se interrumpe la corrida para que Chicuelo de dos vueltas al ruedo. Ha sido la obra de un dios, de un iluminado, de un loco sublime y genial…. ¡Salve, Chicuelo!, ¡Salve tu arte soberano! Cuando todo se borre y pierda en la historia del toreo, quedará esa faena como una cumbre memorable, que elevará solitaria su cima al infinito”.
Recuerda Ignacio de Cossío que tan sólo le bastaron ocho tardes en las que alternó con Gallito para captar mejor que nadie de su generación, aquel toreo innovador, ligado y enciclopédico por un lado; y a pitón contrario acortando distancias cuando la ocasión lo estimaba, por otro. Por eso, no es de extrañar que Joselito tras una tarde compartida en Écija: “Chicuelo es el torero más peligroso que yo he conocido”.
La tarde madrileña de “Corchaito” cimentó las bases de un nuevo toreo nunca antes visto. Von poco más de una veintena de muletazos ligados en cinco series rematadas con pases de pecho, adornos y cambios de mano por ambas manos. Desde aquella faena de muleta con esos magistrales naturales ligados en redondo sin cambiar de posición se adentró en una nueva dimensión artística y circular. A partir de ahí todos sus compañeros le imitaron y aún hoy todavía lo hacen.
“Chicuelo es por méritos propios –a asegura Ignacio de Cossío-- el arquitecto del toreo moderno y representa la fusión personificada del toreo eterno de José y Juan. Su obra es la mayor aportación al toreo que ha existido y existirá. A partir de aquella tarde el toro se seleccionó más hacia ése tipo de toreo moderno e incluso años más tarde se impondría el peto para transformar un arte de sangre y fuego en esa fiesta de pura ciencia que tan bien conocía Chicuelo. Podrá darse el caso de que aparezcan más toreros con distinta interpretación y personalidad en el estilo de torear, pero la técnica del toreo fundamental inventada por Chicuelo apenas ha variado”.
Niega el estudioso sevillano que a Chicuelo le fallara el valor, pues era notoria su predilección por las corridas fuertes de cada momento dentro y fuera de la plaza hasta sus últimos años en activo. “En el campo se convirtió en un excelente torero de tentaderos. Su conocimiento del toro era tan asombroso que sólo le bastaba un imperceptible movimiento de su capotillo diminuto para frenar a cualquier embestida de un Miura, Pérez de la Concha o Pablo Romero. Otro torero que le heredaría en afición y acierto sería luego su mejor discípulo en la dehesa Pepe Luis Vázquez, algo más abelmontado ciertamente, pero con un perfecto sentido de la lidia”.
En el cómputo general de sus actuaciones fue muy desigual artísticamente. Las tardes de gloria se alternaban en la misma campaña con las más aciagas, puesto que el no concebía el toreo como un arte rutinario, de lucha o competencia encarnizada. El arte de Chicuelo sólo se movía por la inspiración y la seguridad creativa del maestro. Esto fue lo que quizás le mantuvo al margen de una mayor proyección popular pese a poseer un arte inigualable.
Si en España el nombre de Chicuelo fue admirado, mayor alcance tomaría en América y más concretamente en Méjico en donde era asiduo cada temporada estoqueando alrededor de veinticinco corridas al año a excepción de una en la llegó a torear hasta en once ocasiones. De este modo no es de extrañar que fuera inmortalizado en bronce frente a la plaza de la Monumental. En esta plaza aún se recuerda su faena, el 25 de octubre de 1926 al toro “Dentista”, del hierro de San Mateo, cuando alternaba con Juan Silveti y Manolo Martínez.
En el periódico “El Universal, su crítico Enrique Guarner dejó escrito: “No hubo en el maravilloso muleteo un solo detalle de chabacanería, ni un desplante relumbrón, ni siquiera un tocamiento de testuz, ni tampoco vueltecitas de espaldas y sonrisas al público. No, lo que hubo fue mucho arte, mucho valor y mucha esencia torera. Lo que hubo fueron 25 pases naturales. Todos ellos clásicamente engendrados y rematados provocando con la pierna contraria, dejando llegar la cabeza del toro hasta casi tocar al lidiador y en ese momento, ¿me entienden señores?, en ese momento desviar la cabezada mientras el resto del cuerpo del toro seguía su viaje natural y pasaba rozando los alamares de la chaquetilla… Yo juro que en los veinte años que tengo de ver toros, jamás me había entusiasmado como ahora... Aplaudí, grité, arrojé mi bastón, mi sombrero, mis guantes, mi pipa y como loco exclamaba: “¡Ese es el numero uno!”